Me voy de Pasto queriendo quedarme. Yo estaba hambrienta de recibimientos y hospitalidad y la familia de Cris se lucía con invitaciones y cariño. Pero Cornish no aguantaba más las ganas de moverse y arrancamos.

Nos despedimos con un desayuno de lujo con unas uvitas pequeñitas deliciosas y nos fuimos a tomarnos el bus que nos haría cruzar la frontera. Frontera que Cornish conocía bien, por lo que yo sólo confío y voy.

Primero tomamos bus que nos llevaría al Santuario de las Lajas, el cual se merece su propia nota. Y después hacia nuestro nuevo país.

Había que cambiar de medio, tomar un taxi y hacer la fila de la frontera en la que me encontré a una hermana de mochila, hecho que evidencié emocionada ya que me ratificaba mi buena decisión de compra.

Cruzamos. Cambiamos de pesos a dólares. Yo no cambié, pues era la divisa que llevaba. Cornish me mantenía en la denominación anterior.

El Cornish me contó su historia de cómo cambiando moneda en algún país, su cambista en vez de multiplicar el tipo de cambio, lo dividió, dejando así la moneda más débil como la vencedora en este juego de economía mundial.


Fuimos hacia la terminal donde debíamos tomar el bus hacia Otavalo. Un bus ecuatoriano, de los que tanto nos llamarían la atención con sus películas violentas que aparentemente sólo David y yo percibíamos como inapropiadas.

Llegamos de noche a nuestro destino: El Restaurante `La Palma`. Al otro lado de la carretera Interamericana, carretera que nos corta y nos conecta al mismo tiempo a las naciones latinoamericanas. El restaurante, que había sido dividido debido a problemas familiares, dejando el rótulo para la parte vencedora de la familia, de la cual, nuestro anfitrión no formaba parte nos recibió. La entrada nuestra quedaba por detrás de la parte principal, sin rótulo. Nos abrió la puerta nuestro primer ¨surfer¨, Juan. Un amor.

Amable, sonriente, inteligente, luchador, buen hijo, políglota (habla español, inglés, francés y quechua) y autodidacta.

La misma noche que llegamos después de atravesar tres países en  2 noches, fuimos a comer a ¨los agachaditos¨, puestitos de comida local que arman en la plaza. Que normalmente es plaza de artesanías. Estaban justo desarmando las artesanías para que comenzara su actividad gastronómica nocturna.

Rollos de tapices, alfombras, cobijas, mantas y tejidos. Hermoso trabajo de artesanos que en sus hilos van atrapando la iconografía de la región e inmortalizándola. Pero como el plan no era comprar souvenirs con plata, sino con los ojos, nos limitamos a admirar.

En los agachaditos, ya el apetito no compite con el bolsillo. Comimos. Destacaron los ¨llapingachos¨, plato increíble de la gastronomía ecuatoriana que apenas nos estaba seduciendo, que consiste en bolitas de puré de papa frito con huevo frito y ensalada de repollo y tomate sobre arroz. Qué cosa deliciosa que desde ya tenía claro que me acompañaría por el resto de mi estancia en Ecuador. Y su complemento, la ¨colada morada¨, es como un licuadito de harina de maíz morado y frutos. Regresé contenta a la mesa con mi nuevo descubrimiento, convidando a mis dos compañeros a su respectivo vasito.  Quedamos llenos y satisfechos.


A la noche, mi anfitrión me cedió su cama, qué gesto bonito, que todos en algún momento deberíamos experimentar como anfitrión y como huésped.


Mi compañero alistó su cama al lado mío, en el piso. No le discutí.

Dormí y me desperté contenta. Cornish leía. Le pedí que me leyera. Momento íntimo que es compartir una lectura.